Isabel cerró los ojos y se agarró fuerte a la mesa. Sentía cómo el suelo se movía bajo sus pies, y un sudor frío le empapaba la nuca. Notó la mano de Maite en sus hombros.
-Isabel, me estás asustando. ¿Llamo a tu secretaria?-le temblaba ligeramente la voz.
La detuvo con un gesto y cómo pudo le pidió que le diese un vaso de agua. Se lo entregó sin demora e incluso le ayudó a beber. Nunca había creído en las casualidades; pero esto se escapaba de su entendimiento. Desde que había encontrado aquel medallón y posteriormente las cartas, parecía que algo se había conjurado para darle todos los detalles de la vida de su madre; cosas que ella estaría más tranquila ignorando.
-¿Estás mejor?-le preguntó Maite suavemente. Deberías ir a que te viese un médico. No tienes buen aspecto.
-Gracias; nada como una buena amiga que le anime a una la vida-fue capaz de bromear.
-Ya sabes a lo que me refiero. Te has quedado blanca como una sábana. Por un momento temí que te cayeses al suelo. Y ha ocurrido cuando nombré a mi tío. ¿Es que le conocías?
-No, claro que no. Al único cura que recuerdo de siempre es al padre Ángel, que fue quien me bautizó. Tu tío debió de estar por allí antes de que yo naciese.
-Bueno, no me hagas caso. Son tonterías mías. Pero, vamos a lo importante; ¿qué demonios te pasa? ¿Estás enferma?
-No, claro que no. Estoy como una rosa.
-Ya se ve-ironizó Maite esbozando una sonrisa sardónica.
-Sólo es cansancio. Llevo semanas trabajando mucho, comiendo mal y descansando peor. Y supongo que esos desmanes pasan factura.
-Tienes que cuidarte.
Isabel movió la mano en señal de que no tenía importancia. Y decidió que tenía que desviar la conversación, sin que se notase demasiado, hacia el sacerdote.
-Y entonces, ¿tu tío se encuentra muy mal?-le preguntó, esperando que su pequeño interrogatorio se tomase como una simple muestra de cortesía.
-Sí, pobrecito; está en las últimas prácticamente. Ya en los últimos años tuvo siempre la salud delicada, pero ahora estamos temiendo mis hermanos y yo que en cualquier momento nos llamen para darnos la noticia de que nos ha dejado. Somos su única familia, desde que mi madre se murió.
-Sí, una pena-convino Isabel, reprimiendo a duras penas las ganas de saber más. Pero no tuvo necesidad de seguir preguntando, porque Maite parecía deseosa de hablar.
-¿Sabes? Mi tío Víctor siempre ha sido muy especial para mí. De pequeña le adoraba; y recuerdo con mucho cariño cuando le visitaba en su casa. En tu pueblo, por cierto. Qué gracia, ¿no?
A Isabel no le quedó más remedio que asentir, con una media sonrisa que le costaba mantener sin parecer falsa. Maite parecía no poder parar de recordar, una vez que había empezado.
-Vivía en una casita contigua a la iglesia. De piedra, pequeña y fría; pero él nunca se quejaba. Es el hombre más paciente que conozco; todo lo soporta con estoicismo, pase lo que pase. Y bien sabe Dios que su vida no ha sido fácil. Pero todo ha sabido llevarlo siempre con una sonrisa.
Se detuvo, mirando a ambos lados; y bajando la voz como una conspiradora, al tiempo que adelantaba el cuerpo hacia Isabel, siguió hablando.
-Guárdame el secreto; pero mi madre siempre pensó que de tu pueblo se había marchado por un asunto de faldas. Yo no me lo acabo de creer, la verdad, porque creo que nunca he conocido a alguien con una fe tan recia como la de mi tío. Pero Mamá mantuvo hasta el mismo día de su muerte que se había enamorado allí de alguien.
-¿Y no te dijo de quién? –se atrevió a preguntar Isabel.
-No, no podía decírmelo porque ella no lo sabía. Era una sensación, y creo que aunque al pobre tío Víctor le interrogó sin piedad, no consiguió sacarle información. Era muy paciente, pero precisamente por eso creo que también terco como una mula.
-Vaya, menos mal-se le escapó a Isabel.
-¿Menos mal qué?-le preguntó Maite, extrañada.
-Quiero decir-trató de explicar-que menos mal que era una persona paciente. Si dices que sufrió tanto, mejor que lo fuese, ¿no?
-Sí, la verdad. Yo realmente de esa época apenas recuerdo a nadie de pueblo; excepto a una señora que a menudo iba a verle a la parroquia. Creo que era la maestra; una mujer menuda y simpática; me acuerdo que era rubia; con el pelo casi siempre peinado en un moño. Y tenía una hija que debía de ser de mi edad, más o menos. Lo que no puedo recordar es su nombre.
Isabel dio gracias a Dios para sí de que no pudiese recordar el nombre de aquella maestra; y como pudo siguió conversando con Maite intentando que no se notase demasiado que la noticia de que el cura seguía vivo le había removido todo por dentro. ¿Por qué se imaginó que ya estaba muerto? Quizá porque Mamá también lo estaba.
Cuando despidió a Maite ya no se sintió con fuerzas para seguir en el despacho y bajó al garaje a sacar el coche para irse a casa. Ese era el día que Gabriel reservaba para estar con su hijo y siempre se lo llevaba a comer fuera después del colegio; y luego solían ir al cine o al zoo si hacía buen tiempo. No cenaría en casa, así que ella se preparó una sopa, que tomó de pie en la cocina en menos de cinco minutos. Tenía necesidad de saber más de la historia de su madre, y por eso se acomodó en la sala, tapada en el sofá con una manta y con el cuaderno.
"Recibí las dos cartas de Víctor pero no fui capaz de contestarlas. ¿Qué iba a decirle? Si hiciese caso a mis impulsos le diría lo que en aquel momento estaba sintiendo en lo más hondo de mi corazón: que era un tremendo egoísta y que lo que él se empeñaba en llamar amor en realidad era una forma de nadar y guardar la ropa. ¿No estaba su Dios por encima de todo? Pues entonces que se quedase para siempre con su fe, con sus rezos de rosario con las beatas del pueblo, su preocupación por los pobres y sus oraciones, y que me dejase a mí en paz. Pero encima tenía la osadía de pedirme que no me marchase. Estaba tan furiosa que si le hubiese tenido enfrente creo que le habría dicho todas las barbaridades que me quemaban la lengua. Lo único que podía hacer era lamentarme en la soledad de mi cuarto, cuando después de cenar y recoger la cocina me refugiaba allí para leer tranquilamente. Era consciente de que tenía que empezar el largo y fatigoso camino del Olvido. Víctor Medina debía llegar a ser tan solo un recuerdo en mi vida, un doloroso paréntesis. Pero, ¿eso cómo se conseguía? No podía dejar de pensar en él y lo único de lo que conseguí fue no contestar a sus cartas, por más que mi corazón sangrase ante el deseo de escribirle, tal vez incluso de ir a verle. Me vino de maravilla que hubiese casi una semana de vacaciones en la escuela, porque me evitó el tener que enfrentar su mirada cada mañana. Creo que si le hubiese mirado a los ojos, no hubiese resistido. Cada noche, antes de que Leandro llegase y cuando me acostaba, dejaba salir las lágrimas que durante el día había mantenido bajo control, y me aferraba a la almohada, me tapaba la boca con ella para que mis hijos no me oyesen sollozar desde su cuarto. ¿Por qué había tenido yo que enamorarme de este hombre que no me podía querer como yo deseaba que me quisiesen? ¿Es que no había sido ya bastante castigo el estar casada con alguien para quien era tan solo la madre de sus hijos y quien ponía la comida tres veces al día en la mesa? Si el destino era que volviese a enamorarme, no sé porque no pudo ser de un hombre normal y corriente, quizá con menos virtudes que Víctor, pero que fuese capaz de amarme por completo y de vivir conmigo. Yo no pedía tanto; sólo levantarnos juntos cada mañana, pasear por el bosque, preparar juntos la cena; leer un libro…
Me juré a mí misma que le desterraría de mi mente y de mi corazón aunque fuese lo último que hiciese en la vida y aunque me costase la vida misma. Esto, de todos modos, no era vivir. Me levantaba cada mañana con el corazón oprimido por la pena y la sensación de estar en una cárcel, y me iba a la cama agotada de disimular durante todo el día que estaba hecha pedazos por dentro. Hubo momentos en esa temporada en que no me avergüenza confesar que desee quedarme dormida y no despertar por la mañana. No le encontraba sentido a mi vida".
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